El monte y el río
Vista desde el cielo, la Sierra de Cádiz es un frondoso joyero -repujado en tierra fértil y agua mansa- en el que se engarzan veinte perlas encaladas: Pueblos Blancos que despuntan en la gama de ocres, amarillos y verdes que colorea el paisaje.
En este tapiz de tonalidades y texturas, el monte respira con fuerza alimentando a su prolija fauna, despabilando el verdor de los frutos bravíos y avivando el zumbido de las abejas que liban en su bouquet de aromáticas.
Por los corredores de la sierra, las aguas del Guadalete discurren encastradas en la riqueza forestal que perfila su contorno y se ramifica en afluentes para repartir sus bondades por la comarca.
Las riberas y arboledas son cunetas de historias que moran silenciosas en los álbumes antiguos: fotografías desvaídas que retratan escenas costumbristas de nuestra infancia y que, en un instante, nos transportan al pasado, a las vereítas de caracoles, al sabor chispeante de los vinagritos y a los baños en el río para aliviar la calima estival; un pasado que se refugia a la sombra de un árbol donde las cuerdas secas de una bamba se abrazan a sus ramas para columpiar la risa de los niños; un vaivén de recuerdos que, en Arcos, se aflamenca con el cante galante de una bambera.
Monte generoso y río cambiante, corriente de espejismos de un pasado que hoy recolectamos en estas páginas para conservarlos en nuestra Despensa de Recuerdos, testimonios vivos que, de un lado, ponen de manifiesto el ingenio y la picaresca que derrocharon nuestros mayores para acallar el rugir de las tripas y, de otro, el abanico de recursos que el monte y el río aportaron a su sustento.